Estiando


La aventura de escoger el lugar adecuado donde colocar tu toalla para estirar tu cuerpo al sol se podría calificar de deporte de riesgo o, en todo caso, de situación de alerta naranja.

Da igual que sea la misma playa de todos los veranos y que conozcas  actitudes, gustos y manías de tus vecinos estivales: siempre hay mañanas en las que iría bien tener a mano el arsenal de bazookas y armas varias que con tanto mimo acumulas, esperando la ocasión de ser usados, o alguno de esos tanques Q7 que alguien inesperadamente dejó un día en tu almacén para congraciarse contigo.

A veces dudas si colocar tus pertenencias en ese espacio cercano a la orilla, y sospechosamente libre, por temor a encontrarte después a esa familia que despliega una silla a escasos centímetros de las uñas de tu pies  con la excusa aquella de que “la abuela no puede moverse demasiado y así se le remojan  los suyos”.  Bajo el lema de que “la playa es de todos”  acabas anulada tras un muro de espaldas inamovibles que van relatando todos y cada uno de sus achaques.

En esos momentos desearía tener un [i]Romper[/i] a mi lado.

Por encima de los dos montículos que forman mis rodillas, oteo un mar tranquilo, casi una piscina. Advierto un murmullo que va in crescendo, perturbando mi estado preonírico , y apunto con mirada intolerante hacia los que se aproximan cargados con tumbonas,  sombrillas, neveritas y niños con afición a la pesca, por si mi actitud les produce malas vibraciones y desvían sus pasos hacia otra víctima.

En ese momento desearía pertenecer a la  milicia Melocoton Unit y lanzar unos cuantos artefactos al más puro estilo “fermusita”.

Un prejubilado con bronceado vitalicio surge triunfante del agua con una enorme medusa blanca entre sus manos. Es el héroe de la playa para todas esas señoras que se apartan escandalizadas por las dimensiones del viscoso ejemplar que tanto dolor les habría causado de rozarlas.



La medusa acaba arrojada a un bidón de la basura y el “manoplas” se regocija entre sus fans por el hallazgo, aunque deduzco por el rictus de su boca y las manos apoyadas en las caderas que está soportando heroicamente la picazón que le ha quedado en recuerdo de su valerosa hazaña.
Tras darse un chapuzón,  se tumba boca abajo en su toalla y me mira.

En ese momento desearía saber qué ha sido de aquel de la frase: “¿Quieres cam? Estoy que parto almendras.”

No sé si este tipo en su intimidad parte almendras o si, por el contrario, la tiene como una almendra, pensamiento que al momento descarto por incongruente e inapropiado. Pero me resulta inevitable formularme esta cuestión ante el desfile de algunos cuerpos musculados que se exhiben por la orilla, girando el cuello ligeramente hacia la arena, con ese porte equino que te hace desear montarlos, aunque sea a pelo,  y clavarles las uñas a modo de espuelas para aligerarles el trote, siempre que se dejen cabalgar por delicadas amazonas y no por rudos jinetes.



Como delicadas amazonas nos presentamos una amiga y yo algunas tardes, que es cuando el ambiente está más relajado. El calor de la sobremesa aconseja reposo y en las toallas los cuerpos yacen indolentes, preparándose para las fatigas de la noche.

Tumbarte en una playa junto a otra mujer con fuerte carga pectoral te hace sentir que estás en situación de peligro de extinción,  sobre todo si son fruto del diseño de algún cirujano plástico que tiene ya el molde hecho.
A algunos de nuestros vecinos de toalla su visión les impide pegar ojo y te los encuentras en posición de ataque, de rodillas frente a ti, acechando como lo haría un suricato.


A mi amiga esa situación le divierte y, haciéndose la despreocupada, juega a masajearse sus protuberancias de diseño a fin de evitar el encapsulamiento del implante.










Yo no requiero ese tipo de protagonismo por lo que mantengo ocultas esas partes de mi anatomía. Prefiero jugar al te miro, me miras sin que nadie más lo note.

Es así como juega el tipo que hay unos centímetros más allá. Recostado sobre un codo se dispone a liarse un cigarrito. En el hueco de la mano tiene la picadura del tabaco. Alarga la otra mano y coge un papel smoking azul en el que va echando el tabaco. Lo dispone bien y le da algo de forma para colocar en un extremo la boquilla. Lo aprieta y lo enrolla. Una vez lo tiene listo acerca el papel a la boca para irlo humedeciendo con la punta de la lengua. Entonces me mira directamente mientras desliza el papel húmedo y lo pega.

En ese momento desearía volver a nuestra habitación. ¿Dónde quedó aquel lugar?  Tocabas con tu mano uno de mis senos. Lo apretabas suavemente y, mirándome a los ojos, humedecías el pezón, lamiéndolo de forma lenta y delicada. Lo sujetabas entre el índice y el pulgar como si fuera la boquilla de ese pitillo que, entre tus labios, no dejabas de chupar.




Hacia la puesta del sol, el mismo marco encuadra otro lienzo. Se pierde nitidez, los sentidos se vuelven frágiles y la curiosidad me embarga.

Con el cuerpo apoyado en mis codos observo, entre los montículos que forman mis rodillas, la silueta de un cuerpo que, con el pantalón arremangado, se moja los pies en la orilla. Su aspecto misterioso llama mi atención.

Sentándose a mi lado me muestra sus tobillos hinchados. Poco ejercicio y demasiadas horas sentado.

En una de sus manos sujeta un naipe que mira como si lo analizara. Enciende un pitillo con la colilla del anterior y comienza a contarme una historia con tintes de pesadilla donde aparece, como el enigma a resolver, ese dos de bastos mugriento que lleva entre sus manos.

Puede que esté angustiado porque ha perdido el resto de la baraja. Le doy unos ESP para que se compre otra. Puede que haya  perdido toda su fortuna por culpa de ese naipe. Puede que busque un motivo para seguir eviviendo. Quizás todo sea una excusa para encontrar el camino de vuelta. Es lo que pasa con los jugadores adictos, dicen que lo dejan definitivamente y al día siguiente vuelven a apostar.

En ese momento desearía ver a Avutardo, apoyado en la barra del chiringuito, enviándome por el localizador una respuesta lógica o surrealista para esta situación:“Interpretar las cartas es sencillo, basta con darles el significado que inspiran. Bastos suele asociarse a reveses, golpes duros, putadas... etc. El número se interpreta según la pregunta. Normalmente a número más alto, mayor sea el revés. O al contrario, el dos tiene dos bastos muy grandes, uno hacia arriba y otro hacia abajo, puede representar contundencia en algo determinado sin caer en partidismo: dos es dualidad, se reparten palos (críticas) a unos y a otros, sin importar su bando. Algo así como crítica objetiva que no duda en castigar a quien sea; un ying y yang del estacazo.
Imagino que el último significado es el que ha escogido él mismo para ese dos de bastos.”

El tipo del naipe me ha bautizado como Diosa de Cristal, pero yo sólo soy una sirena con piernas de carne y hueso que no sabe bucear. Sé que puedo salir corriendo y, sin embargo, me quedo.





Los días que el mar está en calma me gusta flotar y hacerme la muerta. El cielo es lo único que veo. Si cierro los ojos me invade una sensación de angustia placentera, como cuando me adormezco después de algún subidón.



En esos momentos desearía que estuvieras ahí, a mi lado, enseñándome a bucear. Haciendo círculos a mi alrededor para que no me roce nada que me espante. Explicándome todo lo que  se ve bajo el agua porque  yo, si me sumerjo, sólo veo sombras.

Tú dices que sólo son peces. Y tu sombra se enrosca en mi cuerpo, buceando.



Fuera del agua, en la orilla, me explicas al oído, muy despacio, que serías capaz de hacerme sentir el placer en círculos con tan sólo el roce de tu lengua. Pero no me dices dónde.

Y así se pasan los días, estiando. Esperando hasta un próximo verano donde tú también me busques, a la vera del mar.






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